Isaías 53,10-11
Hebreos 4,14-16
Marcos 10,35-45
Si desea escuchar el comentario en la voz de su autor, Padre Arnaldo Bazán, haga click aquí:
Ordinario 29Para nosotros, los seres humanos, se nos hace muy difícil entender las decisiones de Dios. Y es que, como le diría en una ocasión Jesús a Pedro, (Mateo 16,23), pensamos como lo que somos, y no como el Señor.
Para redimirnos, puesto que habíamos aceptado las sugerencias de Satanás antes que los mandatos de Dios, necesitábamos un Redentor. Pero, ¿donde encontraría el Altísimo a Alguien capaz de realizar esta tarea?
Ciertamente pudo hacer que un ángel viniera a la tierra y, tomando nuestra condición, nos redimiera. Para Dios todo es posible, de modo que ésta pudo haber sido una perfecta solución.
Pero no. Y aquí podríamos recordar las palabras del evangelio de Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3,16).
No, no fue un ángel, sino el propio Hijo de Dios el que vino a la tierra a realizar nuestra redención. Y lo hizo de una manera inconcebible para un ser humano: por medio del sufrimiento y de la muerte.
¿Qué es lo que más nos atrae sino el placer? El sufrimiento es algo de lo que instintivamente huimos, pero no siempre es algo que nos cause mal.
Por el contrario, Dios ha puesto el sufrimiento como una señal para que descubramos que algo no anda bien en nuestro organismo. Si no sintiéramos dolor no descubriríamos el primer síntoma de cualquier trastorno corporal.
Pero el sufrimiento es también redentor, cuando lo aceptamos para alcanzar algún bien para nosotros o los demás.
Quien no se sacrifica no llega a desarrollar a plenitud su personalidad. Las madres se sacrifican por el amor a sus hijos. Los padres luchan y trabajan para darles la oportunidad para llegar a crecer sanos de alma y cuerpo. Los estudiantes se sacrifican para sacar buenas notas. Los atletas para lograr grandes triunfos.
En la Historia tenemos multitud de ejemplos de hombres y mujeres que han hecho toda clase de sacrificios, incluso la misma vida, por ver libres a sus patrias, o lograr aquello que más deseaban.
Con todo, Dios no necesitaba sacrificarse. El es Todopoderoso. Pero aun así, por amor a nosotros que en modo alguno lo merecíamos, no dudó en darnos a su propio Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, para que descendiera hasta nosotros y entregara su vida humana en sacrificio para salvación de todos.
Esto lo determinó Dios desde toda la eternidad, por lo que los profetas, iluminados por el Espíritu Santo, fueron poco a poco revelándolo al pueblo de Israel, el elegido para preparar la venida del Redentor.
Así Isaías, en varias ocasiones, nos hace ver que el prometido Mesías sufriría para cumplir la voluntad de su Padre. Lo vemos en la primera lectura de hoy cuando dice el profeta: “Mas plugo a Dios quebrantarle con dolencias”. Y también: “Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará”.
Y más claramente lo vemos en el evangelio, pues Jesús les anuncia a los apóstoles todo lo que va a ocurrirle: lo entregaran a las autoridades judías, lo maltratarán, se burlarán de él, lo azotarán y lo matarán, pero al tercer día resucitará.
Tal parece como si los apóstoles recibieron esta revelación como si nada tuviera que ver con ellos. Estaban tan seguros del poder de su Maestro que ni se imaginaban que eso pudiera ocurrirle.
De ahí que dos de ellos, Santiago y Juan, se atrevan a pedirle los primeros puestos en su Reino.
Ni siquiera se sintieron desconcertados cuando Jesús les pregunta si serán capaces de beber el cáliz que él ha de beber. Contestaron con un rápido “sí podemos”, como si hubieran sido invitados a brindar con Jesús una copa de vino. ¡Qué lejos estaban de entender!
Pero Jesús los trae a la realidad. Sufrirán, ciertamente. Beberán del cáliz de su pasión. Pero los primeros puestos sólo el Padre los otorgará.
Qué fácil nos disponemos a buscar gloria y poder, pensando que lo merecemos todo, sin estar dispuestos a sacrificarnos para conseguirlo.
Con razón los otros apóstoles se indignaron con Santiago y Juan. Pero no pensemos que eran más generosos que los dos hermanos. Prácticamente todos ellos albergaban alguna ilusión de poder. Pensarían en algún ministerio donde beneficiarse, como suelen hacer los políticos de todos los tiempos.
Pero Jesús les advierte y al mismo tiempo nos advierte a todos. Que si queremos ser grandes tenemos primero que hacernos pequeños, servidores de todos.
En el mundo, los que han logrado conseguir el poder, casi siempre lo usan para oprimir, nos dice el Maestro. Pero los que queremos ser parte del Reino de Dios tenemos que obrar en forma diferente, lo mismo que hizo Él.
Jesús nos da el ejemplo. El se hizo servidor, bebiendo el cáliz amargo de la pasión para darnos vida eterna. Él nos invita a beberlo, si queremos llegar al triunfo final junto a Él.